jueves, 24 de mayo de 2007

23 de mayo de 2003

Abandonar flores no es fácil. No, definitivamente no es nada fácil, pero no haberlo hecho habría sido estúpido. No me gustan las flores cortadas. No me gustan porque encarnan la muerte en sí misma y simbolizan el fin de algo que no acabo de tener claro que es. No me gustan precisamente por eso, porque no las entiendo y no sé siquiera si quiero intentar entenderlas. No me gustan porque en definitiva me da un poco de miedo aprender a jugar al juego de que me gustan.

Abandonar determinadas flores es aún menos fácil, sin embargo una vez que ya lo has hecho sabes que nunca más podrás dejar de hacerlo. Abandonar una rosa roja y otra amarilla a la deriva es el origen mismo del desasosiego, pero sientes que es tan necesario como doloroso, piensas que es la única manera de que esas flores permanezcan vivas para siempre cuando todo lo demás haya muerto. Abandonar flores es difícil, muy difícil, aunque hay quien simplemente considerará que es cruel o frívolo.

Abandonar aquellas flores no fue ni fácil, ni cruel, ni frívolo, pero aquella noche de desvelo lo hice deseando de corazón que no fuera fugaz o perecedera como efímera iba a ser la vida de aquellas dos rosas junto a la dársena, tan iguales y tan distintas entre ellas como nosotros, tan solas junto al muelle como nosotros.

Quién sabe, es posible que tengas razón, abandonar flores no es inteligente, pero piénsalo bien, tal vez sea aún menos inteligente regalarlas.